jueves, 24 de julio de 2008

CAPITULO 3. ¿Somos realmente tan diferentes?

En las dos entregas anteriores hemos visto cómo nuestro pasado como especie ha quedado escrito en los fósiles y en los genes. Cómo estos, siguiendo una serie de reglas impuestas por el desarrollo embrionario, han ido evolucionando durante millones de años, y cómo estas reglas empiezan a ser comprendidas mucho mejor tras la secuenciación de los genomas de diversas especies y los estudios sobre regulación de la expresión de cada uno de ellos. En este punto podemos preguntarnos por tanto, ¿somos los humanos realmente una especie novedosa, o han bastado unos pocos retoques sobre ese simio ancestral para hacernos humanos? ¿Cuáles de esos 23000 genes que poseemos son los responsables de nuestra humanidad? ¿Cuáles son lo genes maestros que dirigen ese desarrollo sin par del cerebro y de la mente humana?.

Para empezar, los números son engañosos: dada la inmensidad del genoma (tres mil millones de nucleótidos), ese poco más del uno por ciento que nos diferencia del chimpancé supone ¡más de 30 millones de nucleótidos!. Hay además otras diferencias esenciales entre los dos genomas que no quedan de manifiesto en esa simple comparación numérica. Me refiero a una serie de reordenamientos de fragmentos grandes de cromosomas que han movido a muchos genes de unos cromosomas a otros. Por ejemplo, un determinado gen puede estar en el cromosoma 1 en el chimpancé y el equivalente humano lo encontramos en el 5. Esos saltos de DNA, que han ocurrido a lo largo de la evolución, han provocado que algunos fragmentos se hayan duplicado, otros se hayan perdido o que otros se hayan dado la vuelta. En esos grandes reordenamientos cromosómicos han jugado un papel clave los transposones, que mencioné brevemente en el capítulo 2: son fragmentos de DNA móviles y arrastran consigo a los genes que tienen junto a ellos. Este cambio en la vecindad y en el número de los genes puede afectar notablemente a la regulación de su expresión. Pensad en un ejemplo conocido por todos, la trisomía del par cromosómico 21, que produce el síndrome de Down: la posesión de tres copias del cromosoma 21, en lugar de las dos habituales, tiene profundos efecto en el fenotipo de la persona afectada.

La regulación de la expresión de los genes es un punto crucial porque, aunque cada uno de los genes humanos tenga una secuencia muy parecida a la del chimpancé, puede que la cantidad en la que se expresan sea muy diferente, y esto afectaría a la función, quizá de manera dramática. Como se explicó en el anexo del capítulo 2, cada gen tiene unas marcas reguladoras que indican donde está su principio y su final. Esas marcas son reconocidas por proteínas reguladoras (llamadas factores de transcripción) que deciden dónde, cuándo y cuánto se expresa ese gen. Es decir, funcionan como una especie de interruptores (o reostatos) que controlan la expresión de cada gen. Con frecuencia, esos reguladores son compartidos por los genes que comparten una función, con lo que se asegura la regulación concertada de todos ellos. Teóricamente, el cambio en una o en unas pocas de esas proteínas reguladoras podría ser suficiente, por ejemplo, para disparar de manera coordinada el aumento en el tamaño del cerebro y todos los cambios asociados, como son el necesario aumento del tamaño del cráneo y otros cambios en la morfología de la cabeza y la cara, o los cambios en el balance del metabolismo (necesitamos más energía para un cerebro grande). Un ejemplo clarísimo, y experimentalmente comprobado, de este tipo de genes lo tenemos en el desarrollo del ojo de la mosca: cuando la mosca se manipulaba para quitarle única y exclusivamente el gen regulador llamado Pax6, no desarrollaba los ojos pero, más importante aún, cuando el gen Pax6 se expresaba en el territorio destinado a generar un ala o una pata, estas estructuras no se llegaban a desarrollar y en su lugar aparecía ¡un ojo completo!. Y esto es así porque los genes reguladores actúan como genes maestros que controlan y coordinan la expresión de todo el grupo (un módulo) de genes necesarios para fabricar una estructura completa. Es frecuente que un regulador controle a otro(s) regulador(es) y así sucesivamente, dando lugar a esas redes modulares de genes, reguladas y coordinadas de una manera jerárquica, como había apuntado en el capítulo 2.

Por tanto, aquí tenemos un punto clave en donde los biólogos moleculares tenemos que buscar esos genes que nos hacen humanos: los factores de transcripción. Tenemos unos 2600 en nuestro genoma. En esa tarea nos puede ayudar el estudio de algunas enfermedades genéticas que afectan a cualidades genuinamente humanas y que, de hecho, frecuentemente afectan a dichos factores de transcripción. Por ejemplo, se han identificado genes cuya mutación afecta al lenguaje, produciendo afasia. Hay otros genes que cuando mutan producen microcefalia, es decir, una disminución del tamaño del cerebro. Otras mutaciones afectan a ciertas actividades mentales. De alguna forma estas alteraciones son un paso atrás en la evolución. Por tanto, aparte de los beneficios que para el tratamiento de estos enfermos se puedan obtener con el conocimiento de dichos genes, también obtendremos información sobre cómo han evolucionado las funciones cerebrales que controlan. Pero esta fuente de conocimiento es más bien limitada (son enfermedades raras) y, por ello, como primera aproximación, hay que recurrir a los modelos experimentales animales. En estos modelos podremos comprender qué hace tal o cual gen, para después estudiar en el linaje humano aquellos que se juzgue de interés. En este sentido, el modelo más próximo y manejable desde un punto de vista genético es el ratón, con iniciativas tan importantes como el proyecto americano de generar ratones mutantes en cada uno de sus genes. En una primera fase se van a producir 8500 líneas de ratón mutadas en otros tantos genes (http://www.genome.gov/17515708).

Muchos, entre los que me encuentro, somos de la opinión de que serán relativamente pocos los genes implicados en la evolución de nuestras capacidades a partir de aquel mono de la selva africana, básicamente porque, como describo en esta serie de entregas, el armazón del edificio que constituye las células y las interacciones entre sus componentes es de una complejidad tal que alteraciones muy profundas difícilmente lo mejorarían. De todas maneras, dado nuestro actual desconocimiento de los mecanismos reguladores y la inmensidad de las redes que relacionan a unos genes con otros, en este momento podríamos decir que estamos en la infancia de nuestro conocimiento y es de esperar un pronto despegue a partir de los datos derivados del proyecto genoma. En este punto hay que reseñar que el avance de estos conocimientos requiere ineludiblemente del desarrollo de nuevas herramientas matemáticas e informáticas que nos integren esa ingente cantidad de datos que se están generando. Nuestras neuronas no están preparadas para ello, pero por algo hemos inventado los ordenadores.

Como se desprende de esta discusión, la biología y la neurociencia de principios de este siglo XXI tienen planteados una serie de enormes retos no solo de importancia científica sino de relevancia para la vida humana. Uno de ellos, quizá el más importante, es el problema de la génesis de la mente humana. En primer lugar, cómo la actividad química y eléctrica de las neuronas se transforma en percepciones, sentimientos, ideas, argumentos críticos, emociones estéticas, valores éticos o creencias religiosas. En segundo lugar, y como discuto en este blog, qué transformaciones evolutivas experimentaron los cerebros de nuestros ancestros homínidos para que hayan podido surgir las capacidades de nuestra mente. Estoy convencido de que al igual que el siglo XX fue el siglo de la física, el XXI lo será de la biología y nos traerá respuestas nítidas a estas incertidumbres, por más que hoy en día apenas podamos atisbarlas. Creo que a nadie escapará el que la clarificación de estos procesos tendrá profundos efectos no sólo sobre nuestro bienestar material sino también sobre nuestros sistemas de valores y creencias.

Saludos desde el Centro de Biología Molecular. En Septiembre, más.

viernes, 11 de julio de 2008

CAPITULO 2. Nuestro pasado está escrito en los genes


En el primer capítulo os hacía un breve bosquejo de la evolución de nuestra especie basado principalmente en el registro fósil, con excepción del último párrafo, que también se apoyaba en otra poderosa herramienta: la genética molecular. Nuestros cromosomas contienen información que hemos heredado a través de una cadena ininterrumpida que se extiende a lo largo de millones y millones de años y que, si sabemos leerla, nos puede revelar quienes fueron nuestros antepasados más remotos y qué relaciones evolutivas tenemos con todos los organismos vivientes. También podemos especular y quizá diseñar experimentos acerca de cómo hemos evolucionado. La evolución ciertamente ha dejado huellas en los genes de todos los seres vivos, huellas que ahora podemos empezar a seguir. Sobre esto discutiré en esta y en las próximas entregas. Para no interrumpir el relato, al final he añadido un anexo para los que estén menos versados en los mecanismos de almacenamiento y expresión de la información genética así como de la nomenclatura básica.

En los últimos cinco años se han ido completando las tareas de secuenciación de los cromosomas de varias especies, incluida la especie humana. Los datos genéticos obtenidos de esta manera (la secuencia de los genes) son incontrovertibles, y a veces sorprendentes: tenemos 23000 genes (muchos menos de los que pensábamos hace cinco años), que ocupan sólo un 2% de los cromosomas. Cada gen tiene unas regiones reguladoras, con límites poco definidos, pero que no parecen representar más de un 3 a un 5% del total de la extensión de los cromosomas. Por tanto, una primera pregunta que nos podemos hacer es ¿Para qué sirve el 90-95% restante?. La verdad es que no lo sabemos con certeza, aunque tenemos algunas ideas al respecto. Sorprende que frente a esas cifras ridículas de información “útil”, el 50 % de los cromosomas está constituido por secuencias cortas y sin información aparente que se repiten una y otra vez hasta la saciedad (algunas secuencias están repetidas cientos de miles de veces). Estas secuencias repetitivas no tienen una utilidad clara y que en gran medida derivan de fragmentos de retrovirus varios (el virus del SIDA sin ir más lejos es un retrovirus) y de trozos de DNA móviles llamados transposones. ¡Parece que estos virus y transposones han pasado millones de años multiplicándose alegremente y escondiéndose en nuestro DNA!.
Pero a pesar de que esos datos no pueden ser discutidos, la interpretación de su significado sí: la polémica no es patrimonio de los paleontólogos (ver capítulo 1).

De la comparación de secuencias de los genomas de diferentes especies es evidente que el ser humano evolucionó a partir de un simio. No en vano, cuando comparamos la secuencia del genoma humano con la del chimpancé observamos una diferencia de sólo el 1% de los nucleótidos, mientras que si comparamos los genomas de dos humanos entre si, la diferencia es, como mucho, del 1 por mil. Por tanto, aquí podemos hacernos otras preguntas: ¿Cuáles de los genes incluidos en ese 1% diferencial nos hacen humanos?, y no menos importante, ¿Por qué mecanismos evolutivos hemos ido cambiando en estos 6-8 millones de años para convertirnos en humanos?. Podemos adelantar, que frente a la evidencia de nuestra semejanza con el chimpancé y con otros grandes simios, todavía no tenemos una idea clara de los mecanismos de la evolución. Y no sólo se escapa el mecanismo de la evolución humana, sino el de la vida en general.

De acuerdo con la visión darviniana (neodarviniana en realidad), en la que hemos sido educados, el motor de la evolución son las alteraciones aleatorias (mutaciones) que se producen durante la transmisión de la información genética de generación a generación, así como la mezcla del contenido de los cromosomas durante la reproducción sexual, generando diversidad genética en la población. Sobre esta diversidad actuaría la selección natural, un proceso en el que los individuos de esa población mejor adaptados a las condiciones ambientales compiten con ventaja y tienen más posibilidades de transmitir sus genes a las siguientes generaciones. Los menos adaptados son, por tanto, eliminados. Sin embargo, cuanto más vamos conociendo acerca de cómo están organizados los genomas, como se expresan los genes, como interaccionan sus productos, las proteínas, entre sí para dar finalmente los fenotipos complejos, más difícil es sostener esa visión estrictamente darviniana. La realidad es que una buena parte de los rasgos fenotípicos dependen de la interacción entre muchos genes, con una organización, digamos, “modular” y jerárquica.

Además, estos módulos de genes interaccionan con, y son modificados por, el medio ambiente (entendiendo por medio ambiente no solo el nicho ecológico, sino también las interacciones entre células, los efectos hormonales, etc.). En vista de esta complejidad, resulta difícil aceptar que sea el azar puro y duro el motor que empuje el proceso evolutivo para dar seres mejorados (o mejor dicho, mejor adaptados). Esto es especialmente así para la aparición de estructuras anatómicamente novedosas que implican muchos cambios morfológicos interrelacionados (pensemos por ejemplo en las alas de las aves o las de los murciélagos y su adaptación al vuelo, o la adaptación al bipedismo de los humanos). Y esta crítica al llamado neodarvinismo (o “síntesis evolutiva moderna”) y al papel que el azar pueda tener no supone en absoluto un apoyo a esas legiones de “creacionistas” y partidarios del “diseño inteligente” que inundan internet (el 40% de los americanos no creen en la evolución) con críticas absurdas y totalmente acientíficas contra el hecho probado de la evolución.

Al contrario, lo que pretende esta visión crítica es la integración de los nuevos conocimientos asociados a la genómica moderna y otros conocimientos en los mecanismos evolutivos. En este sentido, quizá los aspectos más importantes a incorporar, y que básicamente no eran considerados por los neodarwinistas, son los conocimientos sobre regulación de la expresión de los genes, sobre la arquitectura y dinámica de los cromosomas y sobre el desarrollo embrionario.

Todo esto se ha ido sustanciado desde los años 90 en una nueva aproximación al estudio de la evolución, y que actualmente se denomina de manera informal como Evo-Devo (del inglés Evolutionary Developmental Biology, es decir, biología evolutiva del desarrollo). En palabras del malogrado biólogo español Pere Alberch: "la selección decide quienes son los vencedores del juego, pero es el desarrollo embrionario el que decide, de forma no aleatoria, quienes son los jugadores".[

Con esta aproximación, queda patente que la evolución no va dando saltos aleatorios o caóticos, sino que el desarrollo embrionario impone unas restricciones a lo que puede hacerse y a lo que no. Por poner un ejemplo ilustrativo, todos habréis visto en la televisión esas serpientes o esas ovejas con dos cabezas. Pero ¿por qué no tienen tres, no sería igual de probable?. La respuesta es no. Sin entrar en detalles, hay una serie de reglas físicas, mecánicas y genéticas durante el desarrollo del embrión que no se pueden violar. Además, para que la evolución pueda inventarse algo nuevo, la función anterior tiene que quedar suficientemente cubierta, y por esto un mecanismo evolutivo muy frecuente, especialmente para cambios morfológicos de calado, es la duplicación de los genes.

Cuando un fragmento de cromosoma se duplica, se asegura que una de las copias continuará con la función anterior, en tanto en cuanto siga siendo necesaria, mientras que la otra copia puede mutar hasta el punto desligarse de la antigua función e incorporarse a otra nueva. Estudiando los genomas de especies muy, muy alejadas de nosotros (el anfioxus, las esponjas, los gusanos, las moscas, etc), se sabe que hace 550 millones de años aquel ancestro nuestro duplicó todo su genoma (además 2 veces). Después hubo otra duplicación de todos los cromosomas en la rama de los peces teleósteos (esto ya no nos ha afectado porque los peces no están en nuestra línea evolutiva)

En resumen, podemos ver cómo la comparación de los genomas de las especies vivientes nos dice como fueron esos antepasados extintos y empieza a iluminar de dónde ha sacado cada especie su morfología y fisiología características. Muy importante: necesitamos de los fósiles y de los métodos de datación para saber a que velocidad han ocurrido todos estos cambios evolutivos. En el próximo capítulo trataré de contestar a las preguntas que he planteado más arriba en relación a nuestra evolución a partir de un gran simio ancestral.

Anexo

Como se sabe desde los años 50, la información genética reside en el orden en que se disponen 4 compuestos químicos llamados nucleótidos que se unen formando una larguísima cadena de DNA. Una cadena de DNA está formada por dos hebras enrolladas en forma de hélice (técnicamente, cada hebra es un polímero y el orden de los nucleótidos en la hebra es la secuencia). Ya que los nombres de los nucleótidos son más bien complicados se abrevian como A, G, C y T.

Es algo parecido a la información contenida en este texto: la información reside en el orden de las 28 letras del abecedario que forman palabras de longitud variable. La cadena de nucleótidos que tenemos en cada una de nuestras células es muy larga: más de tres mil millones de nucleótidos (3,2x109) repartidos en 24 fragmentos, los cromosomas (contando al cromosoma Y). Además la tenemos repetida dos veces ya que tenemos dos copias de cada cromosoma. En esa inmensa cadena se encuentran los aproximadamente 23.000 genes que poseemos (prácticamente los mismos que tiene un ratón). En los últimos cinco años se ha completado la secuenciación del genoma humano y la de varias especies más. Esta información está disponible en varios sitios de internet. Si queréis curiosear, este es uno de los más usados: www.ensembl.org, o esta otra http://www.ornl.gov/sci/techresources/Human_Genome/home.shtml

Cada gen tiene unas marcas que indica dónde empieza y otras que indican el final, y no todos ellos se manifiestan (técnicamente, se expresan o se transcriben) a la vez en todas las células. Hay una maquinaria formada por diversas proteínas (factores de transcripción) que “regula” el que un gen se exprese o no en función de las necesidades del organismo. Esta maquinaria permite que la información contenida entre las marcas de inicio y de final que tiene cada gen se copie en forma de una molécula de RNA, también un polímero de nucleótidos, aunque de una sola hebra.

Es decir, el DNA funciona como un molde guardado a buen recaudo en los cromosomas y, cuando se necesita, se produce una copia de trabajo en forma de un polímero más corto de RNA. El RNA es leído (técnicamente, traducido) por unas pequeñas máquinas moleculares llamadas ribosomas y el resultado es una proteína que es la que realizará finalmente la función que estaba codificada en el gen del que deriva. La traducción sigue unas pautas recogidas en el “código genético”: cada tres nucleótidos del RNA maduro (llamados técnicamente codones o tripletes) son interpretados como un aminoácido. Continuando con la analogía del abecedario, las palabras escritas en el RNA son todas de tres letras.

De esta forma, la información contenida en el gen termina convertida en una cadena de aminoácidos, es decir, en una proteína. Cada proteína está especializada en realizar un trabajo en la célula, y de su interacción y funcionamiento cooperativo surge la actividad vital.

Mas información en: http://es.wikipedia.org/wiki/Genoma_humano

http://www.genome.gov/19519278

Algunos vídeos sobre el anexo

La transcripción con subtítulos

http://www.youtube.com/watch?v=qOA25GbUkdA

La traducción en español

http://www.youtube.com/watch?v=jRsFTQEkam0&feature=related

Resumen global

http://www.youtube.com/watch?v=5-yscvik8Qg

Por cierto, siento que los vídeos de la BBC que puse en el capítulo 1 hayan sido retirados de youtube, pero es lógico ya que el que los había colgado vulneró los derechos de autor.