En las dos entregas anteriores hemos visto cómo nuestro pasado como especie ha quedado escrito en los fósiles y en los genes. Cómo estos, siguiendo una serie de reglas impuestas por el desarrollo embrionario, han ido evolucionando durante millones de años, y cómo estas reglas empiezan a ser comprendidas mucho mejor tras la secuenciación de los genomas de diversas especies y los estudios sobre regulación de la expresión de cada uno de ellos. En este punto podemos preguntarnos por tanto, ¿somos los humanos realmente una especie novedosa, o han bastado unos pocos retoques sobre ese simio ancestral para hacernos humanos? ¿Cuáles de esos 23000 genes que poseemos
son los responsables de nuestra humanidad? ¿Cuáles son lo genes maestros que dirigen ese desarrollo sin par del cerebro y de la mente humana?.
Para empezar, los números son engañosos: dada la inmensidad del genoma (tres mil millones de nucleótidos), ese poco más del uno por ciento que nos diferencia del chimpancé supone ¡más de 30 millones de nucleótidos!. Hay además otras diferencias esenciales entre los dos genomas que no quedan de manifiesto en esa simple comparación numérica. Me refiero a una serie de reordenamientos de fragmentos grandes de cromosomas que han movido a muchos genes de unos cromosomas a otros. Por ejemplo, un determinado gen puede estar en el cromosoma 1 en el chimpancé y el equivalente humano lo encontramos en el 5. Esos saltos de DNA, que han ocurrido a lo largo de la evolución, han provocado que algunos fragmentos se hayan duplicado, otros se hayan perdido o que otros se hayan dado la vuelta. En esos grandes reordenamientos cromosómicos han jugado un papel clave los transposones, que mencioné brevemente en el capítulo 2: son fragmentos de DNA móviles y arrastran consigo a los genes que tienen junto a ellos. Este cambio en la vecindad y en el número de los genes puede afectar notablemente a la regulación de su expresión. Pensad en un ejemplo conocido por todos, la trisomía del par cromosómico 21, que produce el síndrome de Down: la posesión de tres copias del cromosoma 21, en lugar de las dos habituales, tiene profundos efecto en el fenotipo de la persona afectada.
La regulación de la expresión de los genes es un punto crucial porque, aunque cada uno de los genes humanos tenga una secuencia muy parecida a la del chimpancé, puede que la cantidad en la que se expresan sea muy diferente, y esto afectaría a la función, quizá de manera dramática. Como se explicó en el anexo del capítulo 2, cada gen tiene unas marcas reguladoras que indican donde está su principio y su final. Esas marcas son reconocidas por proteínas reguladoras (llamadas factores de transcripción) que deciden dónde, cuándo y cuánto se expresa ese gen. Es decir, funcionan como una especie de interruptores (o reostatos) que controlan la expresión de cada gen. Con frecuencia, esos reguladores son compartidos por los genes que comparten una función, con lo que se asegura la regulación concertada de todos ellos. Teóricamente, el cambio en una o en unas pocas de esas proteínas reguladoras podría ser suficiente, por ejemplo, para disparar de manera coordinada el aumento en el tamaño del cerebro y todos los cambios asociados, como son el necesario aumento del tamaño del cráneo y otros cambios en la morfología de la cabeza y la cara, o los cambios en el balance del metabolismo (necesitamos más energía para un cerebro grande). Un ejemplo clarísimo, y experimentalmente comprobado, de este tipo de genes lo tenemos en el desarrollo del ojo de la mosca: cuando la mosca se manipulaba para quitarle única y exclusivamente el gen regulador llamado Pax6, no desarrollaba los ojos pero, más importante aún, cuando el gen Pax6 se expresaba en el territorio destinado a generar un ala o una pata, estas estructuras no se llegaban a desarrollar y en su lugar aparecía ¡un ojo completo!. Y esto es así porque los genes reguladores actúan como genes maestros que controlan y coordinan la expresión de todo el grupo (un módulo) de genes necesarios para fabricar una estructura completa. Es frecuente que un regulador controle a otro(s) regulador(es) y así sucesivamente, dando lugar a esas redes modulares de genes, reguladas y coordinadas de una manera jerárquica, como había apuntado en el capítulo 2.
Por tanto, aquí tenemos un punto clave en donde los biólogos moleculares tenemos que buscar esos genes que nos hacen humanos: los factores de transcripción. Tenemos unos 2600 en nuestro genoma. En esa tarea nos puede ayudar el estudio de algunas enfermedades genéticas que afectan a cualidades genuinamente humanas y que, de hecho, frecuentemente afectan a dichos factores de transcripción. Por ejemplo, se han identificado genes cuya mutación afecta al lenguaje, produciendo afasia. Hay otros genes que cuando mutan producen microcefalia, es decir, una disminución del tamaño del cerebro. Otras mutaciones afectan a ciertas actividades mentales. De alguna forma estas alteraciones son un paso atrás en la evolución. Por tanto, aparte de los beneficios que para el tratamiento de estos enfermos se puedan obtener con el conocimiento de dichos genes, también obtendremos información sobre cómo han evolucionado las funciones cerebrales que controlan. Pero esta fuente de conocimiento es más bien limitada (son enfermedades raras) y, por ello, como primera aproximación, hay que recurrir a los modelos experimentales animales. En estos modelos podremos comprender qué hace tal o cual gen, para después estudiar en el linaje humano aquellos que se juzgue de interés. En este sentido, el modelo más próximo y manejable desde un punto de vista genético es el ratón, con iniciativas tan importantes como el proyecto americano de generar ratones mutantes en cada uno de sus genes. En una primera fase se van a producir 8500 líneas de ratón mutadas en otros tantos genes (http://www.genome.gov/17515708).
Muchos, entre los que me encuentro, somos de la opinión de que serán relativamente pocos los genes implicados en la evolución de nuestras capacidades a partir de aquel mono de la selva africana, básicamente porque, como describo en esta serie de entregas, el armazón del edificio que constituye las células y las interacciones entre sus componentes es de una complejidad tal que alteraciones muy profundas difícilmente lo mejorarían. De todas maneras, dado nuestro actual desconocimiento de los mecanismos reguladores y la inmensidad de las redes que relacionan a unos genes con otros, en este momento podríamos decir que estamos en la infancia de nuestro conocimiento y es de esperar un pronto despegue a partir de los datos derivados del proyecto genoma. En este punto hay que reseñar que el avance de estos conocimientos requiere ineludiblemente del desarrollo de nuevas herramientas matemáticas e informáticas que nos integren esa ingente cantidad de datos que se están generando. Nuestras neuronas no están preparadas para ello, pero por algo hemos inventado los ordenadores.
Como se desprende de esta discusión, la biología y la neurociencia de principios de este siglo XXI tienen planteados una serie de enormes retos no solo de importancia científica sino de relevancia para la vida humana. Uno de ellos, quizá el más importante, es el problema de la génesis de la mente humana. En primer lugar, cómo la actividad química y eléctrica de las neuronas se transforma en percepciones, sentimientos, ideas, argumentos críticos, emociones estéticas, valores éticos o creencias religiosas. En segundo lugar, y como discuto en este blog, qué transformaciones evolutivas experimentaron los cerebros de nuestros ancestros homínidos para que hayan podido surgir las capacidades de nuestra mente. Estoy convencido de que al igual que el siglo XX fue el siglo de la física, el XXI lo será de la biología y nos traerá respuestas nítidas a estas incertidumbres, por más que hoy en día apenas podamos atisbarlas. Creo que a nadie escapará el que la clarificación de estos procesos tendrá profundos efectos no sólo sobre nuestro bienestar material sino también sobre nuestros sistemas de valores y creencias.
Saludos desde el Centro de Biología Molecular. En Septiembre, más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario